Quienes tenemos setenta años largos poseemos clara memoria de conservadores y radicales “de toda la vida”. Lo notable es que no todos ellos tenían militancia política activa: bastaba solamente con ser descendiente de una familia conservadora o radical para identificarse con las respectivas banderías. Era una forma, si se quiere, de conservar la tradición. Tradición partidaria, por supuesto, pero tradición al fin. Era también una manera, limitada y parcial, de honrar la memoria de los antepasados, lo cual no deja de ser saludable para una sociedad.

Escribo esto a propósito del descarado transfuguismo de las principales figuras de nuestra decadente vida política, que no tienen empacho alguno en abandonar una facción, pasarse a la otra, y después volver. Se hace difícil, entonces, llevar la cuenta. El caso más rotundo puede abarcar todos los que fueron menemistas o aliados del menemismo, empezando por los Kirchner, pasando por los radicales y terminando con los macristas.

Más que una crisis de los partidos políticos, que existe y es casi total, estamos frente a una crisis moral de la (falsa) dirigencia. Ya nadie aspira a merecer la confianza de los otros, como los viejos caudillos de pueblo pretendían. Los avalaba el conocimiento que de ellos se tenía. Ahora es al revés: cuanto más desconocido es el pasado de los candidatos, parece que es mejor. Sus historias son cortas y todos se presentan como pertenecientes al pasado estrictamente inmediato porque remontarse más atrás les aparejaría serios problemas. En definitiva, en su búsqueda de poder personal, intentan presentarse como “nacidos ayer”, ayudados por el marketing y la encuestología, morbos que obnubilan la inteligencia cívica.

No es una señal menor de la decadencia argentina.

(A la memoria de mis amigos Ramón Vásquez, radical porteño, y Julio Palenzona, conservador bonaerense)