(Artículo de Gaetano Masciullo en The European Conservative)
El 9 de octubre, el Papa León XIV publicó Dilexi te, su primer documento magisterial. El Pontífice, con ciudadanía estadounidense y peruana, optó por el formato de una Exhortación Apostólica en lugar de la forma más vinculante de una Encíclica. Esta decisión refleja un estilo pastoral y dialógico: mientras que una encíclica expone enseñanzas doctrinales, una exhortación invita a la reflexión y la acción, permitiendo un mayor espacio para el discernimiento y la recepción personal.
Una elección que, en cierto sentido, era «obligatoria» para el papa León XIV —si no formalmente, al menos moralmente—, dado su sentido de deuda con el papa Francisco en varios frentes. Como se señaló en nuestros análisis anteriores, León XIV comparte la visión general de la Iglesia con Francisco, aunque no su método.
De hecho, como explica el mismo Papa León en el párrafo 3 de Dilexi te, «me alegra hacer mío este documento —añadiendo algunas reflexiones— y publicarlo al inicio de mi pontificado, pues comparto el deseo de mi amado predecesor de que todos los cristianos lleguen a apreciar la estrecha conexión que existe entre el amor de Cristo y su llamada a cuidar de los pobres».
El borrador se conservaba en la Secretaría de Estado y había sido concebido por Francisco a partir de diversas aportaciones, entre ellas el libro Storia della Povertà (Historia de la pobreza) de Vincenzo Paglia, un controvertido obispo italiano que en el pasado causó escándalo por su apertura hacia legislaciones no plenamente alineadas con la doctrina moral católica.
Durante la conferencia de prensa de presentación de la Exhortación, se le preguntó al cardenal Czerny: “¿Qué porcentaje viene de Francisco y cuál de León?”. El Prefecto del Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral —un instituto inequívocamente bergogliano— respondió: “Yo diría 100% Francisco y 100% León”.
Una respuesta emblemática, que captura la intención de Prevost de absorber el legado de Bergoglio y refinarlo a través de una lente más cristológica y cristocéntrica.
No nos detendremos aquí en la trascendencia teológica y doctrinal del documento, sino más bien en sus dimensiones sociológicas y políticas. De hecho, como es inevitable, el Papa León, al abordar el tema de la pobreza y la atención a los pobres, no puede evitar el análisis sociológico, identificando, especialmente en la segunda mitad del texto, las causas específicas de la pobreza y proponiendo soluciones igualmente radicales.
Ambas dimensiones –las causas y las soluciones propuestas a la pobreza—suscitan importantes preocupaciones, no sólo para los políticos católicos (a quienes el Papa se dirige principalmente, por razones obvias), sino también para la clase política más amplia que puede considerar al jefe de la Iglesia católica como una autoridad moral creíble.
En particular, el párrafo 92 dice: “Debemos seguir, entonces, denunciando la dictadura de una economía que mata, y reconocer que, mientras los ingresos de una minoría crecen exponencialmente, también lo hace la brecha que separa a la mayoría de la prosperidad de la que disfrutan esos pocos afortunados ”.
Tras diagnosticar la enfermedad social, León coincide con Francisco y procede a analizar sus causas: «Este desequilibrio es el resultado de ideologías que defienden la autonomía absoluta del mercado y la especulación financiera. En consecuencia, rechazan el derecho de los Estados, encargados de velar por el bien común, a ejercer cualquier forma de control. Está naciendo una nueva tiranía, invisible y a menudo virtual, que impone unilateral e implacablemente sus propias leyes y normas».
Y de nuevo: «Tal como está, el modelo privatista imperante [Nota del editor: las traducciones al italiano y al inglés difieren en este punto] no parece favorecer la inversión en esfuerzos para ayudar a los más lentos, débiles o con menos talento a encontrar oportunidades en la vida». Esta afirmación ignora la realidad histórica y concreta: en los sistemas estatistas y socialistas, donde el Estado controla toda la vida económica, la pobreza tiende a crecer en lugar de disminuir. Además, en un mercado laboral libre, los desempleados son un recurso: pueden aportar talento y creatividad, y prosperar gracias a la iniciativa privada.
Ahora ocurre, no solo en el Sur Global, sino cada vez más en Occidente, que el Estado, mediante impuestos y restricciones regulatorias, desalienta la inversión y mantiene a los segmentos más pobres de la sociedad dependientes de la burocracia. El problema, entonces, no es el mercado en sí, sino la interferencia del Estado que sofoca la responsabilidad y la iniciativa económica.
Si la pobreza realmente proviene de un mercado poco regulado –o incluso no regulado–, ¿cómo es que los países con mayor número de pobres son precisamente aquellos gobernados por regímenes socialistas o comunistas, donde el Estado ejerce un control generalizado sobre la economía?
Y, sin embargo, Dilexi te ignora estas realidades, a pesar de que conciernen a las naciones del Sur Global, el mismo Sur que fue central para la preocupación pastoral de Francisco y que también debería importarle a León. En resumen, el análisis presentado no está exento de limitaciones, algunas de ellas bastante graves.
El riesgo es el de fomentar una lectura ideologizada, en la que la miseria del Sur Global termine atribuyéndose exclusivamente a una culpa histórica del Occidente “rico y capitalista”, dejando así a las poblaciones asiáticas y africanas atrapadas en la retórica de la “descolonización inconclusa”, una retórica que alimenta el apoyo a regímenes autoritarios y militares en esas mismas regiones, e incluso a nivel internacional.
El Papa León (o quizás deberíamos decir el Papa Francisco), como buen médico, tras ofrecer el diagnóstico e identificar la causa de la enfermedad, procede a emitir un pronóstico: «Si no nos detenemos y tomamos este asunto en serio, seguiremos, abierta o subrepticiamente, legitimando el actual modelo de distribución, donde una minoría cree tener derecho a consumir de una manera que nunca podrá ser universalizada, ya que el planeta ni siquiera podría contener los desechos de tal consumo». (p. 95)
Naturalmente, no se puede escapar de la retórica ecosocialista, según la cual los ricos contaminan para satisfacer sus deseos y por lo tanto deben pagar impuestos, cuando, de hecho, los países más ricos son también los más conscientes del medio ambiente.
Finalmente, tenemos la terapia: “Las estructuras injustas necesitan ser reconocidas y erradicadas por la fuerza del bien”, es decir, no solo “cambiando la mentalidad sino también, con la ayuda de la ciencia y la tecnología, desarrollando políticas efectivas para el cambio social” (p. 97).
No es la virtud —como han repetido los papas durante siglos—, sino la ciencia y la tecnología al servicio del Estado lo que supuestamente mejora la sociedad. Es difícil no pensar en China, con su sistema de crédito social e hipervigilancia: ¿es este el modelo a seguir? De hecho, para muchos políticos europeos, así parece.
En resumen, si bien es cierto que «necesitamos un compromiso cada vez mayor con la resolución de las causas estructurales de la pobreza», el análisis sociopolítico propuesto no parece correcto, eficaz ni coherente internamente. Más bien, parece ser una adaptación conveniente del magisterio eclesiástico a la agenda política dominante actual.
Sobre este punto, resulta desalentador leer en el documento: «Hay quienes dicen: ‘Nuestra tarea es orar y enseñar la sana doctrina ‘. Separando este aspecto religioso del desarrollo integral, incluso afirman que… sería mejor enseñar [a los pobres] a trabajar. A veces, se invocan datos pseudocientíficos para respaldar la afirmación de que una economía de libre mercado resolverá automáticamente el problema de la pobreza … Es fácil percibir la mundanidad que se esconde tras estas posturas». (p. 114)
Es sorprendente —y desconcertante— que quienes propugnan una visión social impregnada de ingeniería ideológica y de dependencia estatista se atrevan a acusar de “mundanidad” a quienes llaman a la Iglesia a retomar su misión, no sólo espiritual y doctrinal, sino también pastoralmente coherente.
La inversión es clara: lo que verdaderamente defiende la trascendencia es estigmatizado como superficial, mientras que una visión inmanentista que confunde la salvación con la redistribución de recursos se disfraza de lenguaje espiritual.
Es preciso reconocer que la jerarquía eclesiástica actual contribuye activamente al actual desastre socioeconómico, que no es principalmente una cuestión política, sino de consenso o de mentalidad, como lo expresa el propio León. Mientras la gente siga creyendo que el proteccionismo es beneficioso, la política seguirá ofreciéndole proteccionismo.
Mientras crean que los subsidios —que generan inflación— los enriquecen, la política seguirá generándoles inflación. En documentos como este, la Iglesia Católica se hace cómplice de este pensamiento erróneo.
El problema más inmediato que destaca esta Exhortación Apostólica es que el Papa León XIV está mal asesorado en estos asuntos sociales. Una vez más, debemos culpar a la Curia, que sigue siendo bergogliana en su orientación: progresista en teología y socialista en política.
Gaetano Masciullo es un filósofo, escritor y periodista independiente italiano. Su principal enfoque es abordar los fenómenos modernos que amenazan las raíces de la civilización cristiana occidental.