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TRUMP Y LA PARADOJA DEL REEMPLAZO DE LA ÉLITE

Trump busca crear una nueva élite intelectual, moral y empresarial para liderar unos Estados Unidos fuertes.

Juan Ángel Soto— 9 de noviembre de 2024

Trump ha vuelto. Naturalmente, su victoria está siendo analizada por expertos acreditados y comentaristas profesionales en relación con los detalles de su política económica, migratoria y exterior. Mientras tanto, sus críticos acérrimos están haciendo sonar las siete trompetas del Apocalipsis, aunque convencen a mucha menos gente que cuando proclamaron el fin de la república tras su victoria de 2016. Por el contrario, se ha prestado menos atención al marco filosófico de una figura que ya no puede considerarse una anomalía política, sino tal vez la norma o el modelo que seguirá la política occidental en las próximas décadas. Por esta razón, deberíamos examinar de cerca las características del movimiento político que lidera Trump.

Tras su derrota en 2020 y, en gran medida, también durante esta campaña electoral, muchos, tanto partidarios como opositores, vieron a Trump como una rareza política. Sin embargo, ahora nadie puede discutirlo. El resurgimiento de Trump ha establecido al movimiento nacional-populista como una fuerza que moldeará a Estados Unidos a su propia imagen. Esta influencia será particularmente pronunciada hasta 2026, fecha de las elecciones intermedias, cuando la Cámara de Representantes, el Senado y la Corte Suprema ahora estén coloreados de rojo.

El huracán republicano que arrasó el país el 5 de noviembre puede atribuirse a una multitud de factores, algunos más importantes que otros. Uno de esos elementos es la retórica populista. Sin embargo, el fenómeno político del movimiento MAGA y America First de Trump es mucho más profundo de lo que su retórica podría sugerir inicialmente. De hecho, su populismo no es exclusivo de Trump, ya que cada vez más partidos (incluso Harris en esta campaña presidencial) han tratado de adoptarlo en diversos grados en un número cada vez mayor de países. Este estilo populista de hacer política se está extendiendo simplemente porque funciona. Entender por qué requeriría un análisis prolongado que examinara no solo la oferta (los partidos) sino también la demanda política (representada por nosotros, los votantes).

Otro factor que ha contribuido a la victoria de Trump son las propuestas políticas que subyacen a su estilo político populista. Políticas que, en otras circunstancias, podrían considerarse en su mayoría pura y simple «sentido común». Por ejemplo, su retórica sobre la necesidad de recuperar los empleos de la industria manufacturera y la industria en suelo estadounidense resuena con un instinto proteccionista de raíz nacional que no es esencialmente de izquierda ni de derecha. Además, su impulso para proteger las fronteras, reducir los impuestos y simplificar la regulación o el tamaño de un estado agobiado por billones de deuda atrae a una gran franja de ciudadanos que sienten que Washington está desconectado de las verdaderas preocupaciones de la gente común. El apoyo a que los padres tengan un papel más importante en las decisiones que afectan a sus hijos, ya sean educativas, religiosas o sexuales, refleja un amplio apoyo público porque encapsula, en aparente simplicidad, lo que muchos desean en política, sin necesidad de alinearse con un partido político específico.

Sin embargo, quizá el factor más notable del regreso de Trump es el papel de las élites y su decadencia. Al igual que en 2016, el fenómeno político liderado por Trump pone de relieve cómo se han desdibujado categorías tradicionales como “demócrata” y “republicano” o “izquierda” y “derecha”, como lo demuestra la alianza de Trump con destacados exdemócratas como Robert Kennedy Jr. y Tulsi Gabbard. Estas categorías han sido trascendidas por clases privilegiadas que viven desligadas de la ciudadanía, mientras esta observa con preocupación cómo estas clases prosperan a través de una relación que ya no es simbiótica sino parasitaria. Estas élites viven del pueblo, no con él; prosperan a expensas de los intereses nacionales y gobiernan contra el pueblo, en lugar de representarlo. Por élites, nos referimos a una clase dirigente que domina las instituciones políticas, económicas y educativas. Lo singular de nuestras propias élites es que han traicionado su papel en la sociedad. Han perdido su auctoritas y ahora Trump pretende desmantelar su potestas .

Este fenómeno se observa tanto en Europa como en Estados Unidos, donde la izquierda política abandonó hace mucho tiempo a la clase trabajadora. El senador demócrata Bernie Sanders ha subrayado recientemente esta traición en su crítica a la campaña de Harris y al estado actual de su partido. Durante muchas décadas, la izquierda desplazó la dialéctica marxista de los capitalistas y los trabajadores a otros grupos sociales que instrumentalizó, convirtiéndolos en colectivos. Una forma resentida de política de identidades es la fruta podrida. Sin embargo, la cuestión no fue tanto el abandono de la clase trabajadora por parte de la izquierda (ahora aprovechada inteligentemente por la «Nueva Derecha»), sino más bien el comportamiento de las élites que traicionaron al mismo sistema que las elevó. Lejos de ser un fenómeno reciente, la conspiración de las élites contra el pueblo fue documentada por Christopher Lasch en su influyente obra, La rebelión de las élites y la traición de la democracia (1995).

En su obra póstuma, Lasch fue verdaderamente profético al sostener que “las élites han abandonado sus responsabilidades cívicas y, al hacerlo, han convertido la democracia en una mera fachada”, socavando así el concepto mismo de democracia. Lasch también señaló con precisión el desprecio con el que las élites veían a la clase trabajadora, “como si sus opiniones y valores fueran meramente un obstáculo para el progreso”. También habló de la desconexión entre las élites y sus raíces, sintiéndose parte de una comunidad global en lugar de nacional. Según Lasch, “las nuevas élites han perdido el sentido de responsabilidad hacia la sociedad y las comunidades locales que las criaron”. También advirtió sobre los peligros de la creciente desigualdad, ahora no solo económica sino también en derechos y libertades, que la política de identidades pretende abordar, y afirmó que la democracia no sobreviviría si esta tendencia continuaba.

El filósofo y escritor francés Julien Benda también fue profético, al publicar La traición de los intelectuales (La traición de los clérigos) en 1927. Para Benda, los intelectuales o el “clero” están destinados a servir como promulgadores de la brújula moral de la sociedad, fijando el rumbo de la objetividad y el sentido común. Sin embargo, en su propia época, creía que habían “traicionado moralmente a la sociedad, convirtiéndose en promotores de pasiones políticas y divisiones nacionales”. Hoy, la crítica de Benda se aplicaría especialmente al espacio educativo, donde tanto en los EE. UU. como en Europa, quienes deberían actuar como faros de racionalidad sucumben a intereses partidistas y económicos. Lo mismo podría decirse, de manera más amplia, de los medios de comunicación masivos e instituciones como el poder judicial, como se vio en la guerra legal contra Trump, gran parte de la cual, ahora que ha ganado, ha sido archivada.

La victoria de Trump, que puede marcar el inicio de una purga largamente esperada de nuestra élite corrupta, refleja también una crisis más profunda de la democracia estadounidense que, mutatis mutandis, es compartida en Europa. Contrariamente a lo que propugna el movimiento nacional-populista, las sociedades necesitan élites tanto como voces autorizadas. Ni las élites ni las autoridades son intrínsecamente malas; son cruciales para estructurar las sociedades, y cuando se deterioran, conducen a la anarquía y la desilusión. La gestión de la pandemia y las vacunas posteriores fueron estudios de caso recientes de rápido deterioro institucional. Luego, como sucedió con el manejo de la reciente tormenta e inundaciones en España y sus trágicas consecuencias, el resultado ha sido una desconfianza generalizada en las instituciones estatales y los medios de comunicación, lo que obliga a los ciudadanos a informarse y educarse para llegar a sus propias conclusiones y tomar sus propias decisiones. La responsabilidad individual es un signo de una civilización floreciente; sin embargo, también lo es la presencia de autoridades en ciertos campos, dado que no todos podemos ser expertos en todos los aspectos relevantes de la vida, y que soportar este peso impone un abrumador deber de vigilancia a la gente común. Trump lo entiende, y por eso lo que representa no es un ataque a la autoridad ni su disolución, sino su restauración.

De la misma manera, el objetivo de Trump no es erradicar a las élites, sino eliminar a quienes, en palabras de Lasch, se han rebelado contra los valores de la república. Su nueva administración busca ungir una nueva élite que, en lugar de traicionar al pueblo, recupere el papel de guía responsable que tanto Lasch como Benda consideraban esencial para la estabilidad social. Esta es la verdadera batalla de nuestro tiempo: determinar quién merece la auctoritas en las polis, quién merece la responsabilidad del liderazgo. Por lo tanto, lo que está sobre la mesa actualmente en la política estadounidense es un fenómeno de reemplazo de las élites, no de su desaparición.

Trump, al igual que Lasch y Benda (o, en este caso, J. D. Vance) busca crear una nueva élite intelectual, moral y empresarial que guíe a unos Estados Unidos fuertes, orgullosos de su pasado, comprometidos con el presente y esperanzados en el futuro. Por esta razón, muchas personas, cansadas de la decadencia del establishment y de la toma de control de la vida corporativa y política por parte de la conciencia política, se han unido a Trump, entre ellas Elon Musk. Incluso otros que en su día abrazaron los dogmas seculares actuales se han alejado de ellos. Dos ejemplos notables son Jeff Bezos y Mark Zuckerberg, que han mostrado una creciente simpatía por el presidente electo. En 2016, algo así habría sido impensable.

El fenómeno Trump también sirve como advertencia para el futuro: sin una renovación del compromiso ético de las élites y sin que éstas reconozcan y protejan las necesidades y aspiraciones de todos, la polarización y el resentimiento no harán más que enconarse. Dicho esto, también hay una advertencia que Trump y quienes, como él, utilizan y capitalizan la eficacia del discurso populista deberían tener en cuenta: el populismo no es inocuo, ya que su precio también es la fragmentación social. Aunque el discurso en sí no es violento –contrariamente a lo que se afirma sobre el “discurso violento”–, sí afecta a la vida real.

Y esto, de hecho, convierte a la política estadounidense en una anomalía, ya que sólo en Estados Unidos el partidismo equivale al sectarismo. Se trata de una receta peligrosa en manos de todos los partidos, que complica el proceso cívico de definir un proyecto nacional común, un bien común tan desesperadamente necesario en Occidente.

CAPITALISMO Y LIBRE COMERCIO: POR QUÉ NO PODEMOS TENER AMBOS

Los conservadores nacionales reconocemos los valores nacionales. Reconocemos las limitaciones del capitalismo y del libre mercado. El comercio económico es un recurso nacional, pero eso es todo. (Sven R. Larson)

Donald Trump está demostrando fuerza en la recta final de la carrera presidencial. Hay al menos un 50% de posibilidades de que gane, y si lo hace, una de las primeras preguntas que se le plantearán será qué hacer con los aranceles y las sanciones al comercio de Estados Unidos con otros países. Trump, amigo de los aranceles, ha guardado silencio sobre las sanciones, pero está relativamente claro que es más favorable a las restricciones comerciales como palanca política que, por ejemplo, el presidente Biden.

Los conservadores que apoyan el regreso de Trump a la Casa Blanca están divididos en cuanto a la cuestión del libre comercio. Una facción favorece la práctica liberal tradicional del comercio sin restricciones; la otra adopta un enfoque muy diferente.

Para entender este conflicto y ver por qué los defensores del libre comercio están equivocados, deberíamos recordar lo joven que es en realidad el concepto de libre comercio global.

Cuando la Guerra Fría terminó en 1991, el mundo abandonó rápidamente los sistemas comerciales basados ​​en bloques que hasta entonces habían dominado la era posterior a la Segunda Guerra Mundial. Un esfuerzo global concertado buscó abrir todos los continentes y todos los países al flujo sin trabas de bienes, servicios y capital.

Tras el movimiento de libre comercio surgieron también propuestas de libre migración. La idea económica que las sustentaba era que las personas eran simplemente otro factor de producción (el trabajo), necesario junto con el capital. Si este último podía fluir libremente, entonces era lógico que el primero también pudiera hacerlo.

La década de 1990 fue una de las más pacíficas de la historia moderna. La tranquilidad y la integración global que inspiraron los años 90 comenzaron en las ruinas del Muro de Berlín, y muchos de nosotros pensamos que terminarían en los escombros después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington.

No fue así. La fuerza de la globalización, y con ella, los vientos del libre comercio y la migración liberalizada siguieron fijando las condiciones para el mundo hasta bien entrado el nuevo siglo. Sin embargo, en la década de 2010, comenzó a darse a conocer un contramovimiento gradual que protestaba contra lo que se consideraban los efectos económicos negativos del libre comercio y la globalización y que se hizo conocido con muchos apodos diferentes.

En Estados Unidos se produjo el «Tea Party», que se transformó en el movimiento MAGA durante el primer mandato del presidente Trump. En este caso, la atención se centró en el estancamiento económico en el que se encontraba atrapada una parte considerable de la clase media estadounidense. Posteriormente, su atención se amplió a los problemas de la inmigración ilegal; la alianza revitalizada de votantes que actualmente respalda a Trump para un segundo mandato como presidente ha adoptado reformas tanto en el comercio como en la inmigración.

En Europa, un movimiento vagamente comparable comenzó con su foco en la inmigración y se expandió de allí a cuestiones económicas.

En líneas generales, estos nuevos movimientos en las respectivas costas del Atlántico tenían en común una idea incipiente de que las naciones importan más que el libre comercio y la libre migración. En los últimos años, esta idea ha tomado una forma más clara bajo el nombre de conservadurismo nacional. Con el enfoque en el estado-nación como piedra angular de una civilización humana avanzada, pacífica y próspera, el propósito detrás del conservadurismo nacional es desviar la atención del énfasis celoso en la promoción supranacional del libre comercio y la libre migración y volver a poner al estado-nación en el mapa.

El término “conservadurismo nacional” rara vez se utiliza en política y en las políticas públicas; hasta ahora, el cuerpo de ideas conservador nacional ha inspirado sobre todo conversaciones a un nivel superior. Esto es lamentable. En la actualidad, en el debate sobre políticas públicas, especialmente en Europa, la defensa del Estado-nación se asocia con protestas violentas en Gran Bretaña e Irlanda contra la inmigración ilegal. Los medios de comunicación dominantes aprovechan la oportunidad y tratan de vincular la idea general del Estado-nación al racismo, la principal etiqueta despectiva del movimiento globalista.

No hace falta decir que la defensa del Estado-nación no tiene nada que ver con la división de la humanidad en razas. Cualquier acusación en ese sentido es ridícula. Sin embargo, el movimiento nacional-conservador se beneficiaría considerablemente si ampliara sus esfuerzos intelectuales. Es hora de que los defensores del Estado-nación tomen la iniciativa en el debate sobre el libre comercio global.

Si bien las relaciones comerciales abiertas entre países tienen muchas ventajas, el libre comercio en su forma pura (flujos internacionales irrestrictos de bienes, servicios y capital) no sólo es inalcanzable sino también indeseable. Los argumentos en contra del libre comercio suelen ser subestimados, incluso entre los escépticos conservadores del libre comercio.

Empecemos por la indeseabilidad de la libre circulación de bienes, servicios y capital. Dejaremos de lado el trabajo para poder disociar el debate sobre el libre comercio del debate sobre la inmigración.

Nuestras economías modernas se basan en los principios eminentes del capitalismo y el libre mercado. La economía capitalista es insuperable en su capacidad de sacar a la gente de la pobreza, inspirar el espíritu emprendedor y la innovación y garantizar el camino más próspero en la vida para todos nosotros.

Al mismo tiempo, existe una paradoja inherente al sistema capitalista, que convierte al capitalista en el peor enemigo del mismo sistema del que prospera. En su búsqueda racional (y para todos nosotros deseable) de ganancias, el capitalista genera valor para los clientes y crea empleos para mucha gente. Sin embargo, su éxito también le otorga un poder económico considerable: cuanto más competidores pueda eliminar, más ganancias obtendrá.

A medida que el capitalista monopoliza gradualmente su industria, su dominio del mercado acaba obligando al libre mercado a cesar sus operaciones; la evolución económica que es propia de las economías capitalistas se detiene.

Consideremos ahora el mismo intento de monopolización capitalista a escala global. Supongamos que una empresa minera es capaz de comprar todas las minas de cobalto del Congo. Al controlar casi el 75% de la producción mundial de cobalto, esta empresa puede ahora ofrecer precios más bajos que los de las minas de cobalto del resto del mundo.

Basándose en el principio de la libre circulación de capitales, que es un componente integrado del libre comercio, la empresa minera congoleña puede ahora transferir suficiente dinero a cada país donde una mina de cobalto quiebra y, poco a poco, comprar el 25% restante de la oferta mundial. Teniendo en cuenta lo esencial que se ha vuelto el cobalto en los últimos años, debido principalmente a la aparición de los vehículos eléctricos, este monopolio mundial significa increíbles ganancias para la empresa congoleña, pero ¿cuál es el beneficio para el resto del mundo?

El riesgo de una concentración del poder económico que aplaste el mercado, en nombre de la búsqueda de beneficios, es tan frecuente a nivel mundial como a nivel nacional, pero las consecuencias son mucho más nefastas cuando tienen alcance mundial. Por eso el libre comercio es indeseable.

Como ya se ha dicho, también es inalcanzable. La mejor prueba de ello es el rápido crecimiento de los BRICS como sistema comercial alternativo al concepto occidental de libre comercio. Hay, principalmente, dos razones por las que los BRICS se están expandiendo: la primera de ellas es el torpe y habitual uso por parte de Occidente de sanciones contra países cuyas políticas considera indeseables. Independientemente de la virtud moral (o la falta de ella) de esas sanciones, es un hecho que distorsionan e incluso eliminan el libre comercio.

Irónicamente, para preservar la libertad de intercambio económico internacional, algunos países se han distanciado del sistema de cooperación comercial y económica basado en Estados Unidos y se han alineado para unirse al BRICS. Al mismo tiempo –y esto nos lleva a la segunda razón por la que el BRICS está creciendo– este nuevo sistema de relaciones económicas internacionales se basa en los intereses nacionales de todos los países participantes. Rusia no está en el BRICS para someter su economía a una feroz competencia de los fabricantes chinos o indios; está en el BRICS para equilibrar la necesidad de comercio con el deseo de Moscú de ejercer poder e influencia a la par de los intereses políticos y filosóficos del gobierno ruso.

El reconocimiento de que los intereses nacionales pueden prevalecer sobre la premisa del libre comercio no significa que aprobemos los intereses nacionales de otros países. Sólo reconocemos los mecanismos por los cuales los países buenos y malos someten el comercio a la búsqueda de sus propios intereses nacionales específicos. En el caso de Rusia, el objetivo es ganar la guerra en Ucrania; desde la perspectiva occidental, el interés nacional de castigar a Rusia por su invasión ha prevalecido sobre el libre comercio con ese país.

Como ilustra el ejemplo entre Rusia y Ucrania, no podemos tener el libre comercio como principio general de las relaciones económicas internacionales. Rusia reorienta su comercio para promover sus intereses nacionales; si nosotros, basándonos en principios, buscáramos el libre comercio con Rusia, ¿cómo terminaría eso? ¿Qué mensaje transmitiríamos al pueblo ucraniano?

¿Cuál sería el mensaje a nuestros conciudadanos? ¿Cómo podemos tener libre comercio con un país que la mayoría de la gente entiende como enemigo de Occidente?

Desde una perspectiva nacional-conservadora, reconocemos la permanencia de los valores nacionales y de los intereses del Estado-nación. También reconocemos las limitaciones del capitalismo y del libre mercado. Por lo tanto, consideramos las relaciones económicas internacionales no como algo que sustituya a la nación, sino como un recurso para el fortalecimiento económico, social y cultural nacional.

En consecuencia, esas relaciones son importantes, pero sólo por razones instrumentales. Si a nuestra nación le interesa desarrollar el comercio con otras naciones, hagámoslo realidad; si el comercio puede perjudicar intereses y valores nacionales vitales, entonces debe restringirse.

Sven R Larson, Ph.D., es un escritor de economía para el European Conservative, donde publica análisis periódicos de las economías europea y estadounidense. Ha trabajado como economista de plantilla para centros de estudios y como asesor de campañas políticas. Es autor de varios artículos académicos y libros. Sus escritos se centran en el estado de bienestar, cómo causa estancamiento económico y las reformas necesarias para reducir el impacto negativo del gran gobierno. En Twitter, es @S_R_Larson

LA ECONOMÍA LIBERAL DE MERCADO

(El texto que sigue corresponde al Compendio de Sociología Católica del P.  Jakob Fellermeier(1911-2004). Editorial Herder Barcelona,1962 págs.203-206)

Diametralmente opuesta a la economía de planificación central es la economía liberal de mercado. Mientras la economía planificada, al menos en su forma centralizada extrema, deja la iniciativa económica en manos del estado y el orden económico es resultado de una planificación central unitaria,  en la  economía de mercado la iniciativa y la planificación económicas parten del individuo: la regulación del conjunto de la economía se hace a través del mercado que es ahora el centro de la vida económica así como en la economía lo era el estado. “Economía de mercado…significa, pues un orden económico caracterizado por ser  el mercado el que efectúa una función o mejor, la función ordenadora de la economía”.

Por mercado se entiende “el lugar” donde “compradores y vendedores o, en general , oferentes y demandantes, se reúnen para cambiar entre sí bienes o servicios económicos”. La coincidencia de la oferta y la demanda en el mercado da lugar a los precios, y los precios así formados determinan toda la vida económica, desde la producción al consumo. Es, por consiguiente, el mercado, como punto de contacto entre la oferta y la demanda, el centro regulador de toda la vida económica, y la ley de oferta y la demanda, según la cual cuando la oferta aumenta, los precios descienden y suben cuando es más fuerte la demanda, es ley absoluta de economía.

La ley fundamental de la oferta y demanda rige toda la economía de mercado. Ahora bien, es esencial  a la economía liberal de mercado que la ley de la oferta y la demanda sea el único principio  ordenador de la economía según el cual mecánicamente  produce una recta ordenación de la economía, del mimo modo que la ley de gravitación determina los movimientos de los astros. Cualquier actuación sobre las leyes del mercado es considerada como una perturbación de la vida económica. La oferta y la demanda y en consecuencia la formación de precios, deben actuar, por consiguiente, en el mercado libre independientemente de cualquier factor extraño. De una manera especial le está prohibido al estado influir en los precios ni directamente, estableciendo precios de tasa, ni indirectamente, regulando la oferta y demanda por medio de su política fiscal y aduanera.

La iniciativa privada en la economía liberal de mercado se mueve únicamente por el interés individual.  Los intereses particulares actúan en mutua competencia en el mercado. buscando todos, compradores y vendedores, el máximo beneficio. De este beneficio máximo de los particulares debiera resultar, según una supuesta armonía preestablecida el máximo beneficio para la colectividad. Por consiguiente, cuanto con mayor libertad e independencia se mueva en el mercado la competencia, en que se mantienen los particulares y cuyo impulso es el interés privado, tanto mejor creará automáticamente un orden económico, del que espontáneamente  resultará el máximo beneficio colectivo.

La función económica del estado se limita en la economía liberal de mercado a la protección jurídica de la propiedad privada y de la libertad y seguridad de contratación las cuales deben entenderse en sentido totalmente individualista. Cada cual tiene derecho absoluto y libre a usar y disponer de su propiedad, y es igualmente libre y está autorizado para hacer contratos, que una vez realizados tienen absoluta fuerza obligatoria.

La economía liberal de mercado se opone igualmente tanto a la esencia de la economía como a la naturaleza de la persona humana. La economía no es un mecanismo regulado por férreas leyes naturales, sino una estructura ordenada a un fin. Ciertamente posee la economía una esfera de valor propia, cuyas leyes deben observarse-a ello se opone la economía central planificada-, pero esta esfera de valor está ordenada a su vez dentro de una jerarquía de valoras más amplia y dirigida a conseguir un fin superior, a saber, el bien común de la sociedad. Dicha ordenación y orientación de la economía debe tenerse presente en todo momento. Como, además, la actividad económica no sigue cauces meramente naturales, sino que es una actividad libre, humana que exige una normación para lograr sus fines, necesita, por tanto, de una dirección superior, que permita ciertamente a la economía regirse por sus propias leyes, pero que la vez la mantenga dentro de sus límites.

La teoría de la competencia libre e igual para todos se funda en un segundo y falso principio. Para que  la competencia fuera realmente libre debieran disfrutar oferentes y  demandantes de idénticas condiciones en el mercado. Pero en la realidad unas veces es el oferente quien se encuentra en la necesidad de deshacerse de sus mercancías, otras es el demandante el que se ve forzado a satisfacer sus necesidades. Tampoco debieran existir entre oferentes y demandantes diferencias de poder, si la competencia ha de ser libre. Si éstas existen, como de hecho ocurre siempre, entonces la libre concurrencia no proporciona a todos la misma satisfacción, sino que el más fuerte se impondrá al más débil. Como resultado, los concurrentes, para mitigar la dureza aniquiladora de esta lucha despiadada, se ven obligados a unirse o a coaligarse. Se forman consorcios carteles y trusts, que llevan consigo la desaparición de la libre concurrencia y, en casos extremos la formación de monopolios  económicos. La economía liberal de mercado conduce, pues por sí misma necesariamente a una economía monopolística que suprime la libertad de mercado y, por tanto, contradice el principio esencial de la economía liberal de mercado, al igual que la economía de planificación central, al suprimir el capital privado conduce al capitalismo estatal.

Finalmente, el buen funcionamiento de la economía liberal presupone una condición, imposible de cumplirse: que quienes determinan la oferta y la demanda, en todo momento tuvieran una visión de conjunto del mercado y, lo que todavía resulta más difícil, que la producción se acomodara al libre juego de esta oferta y de esta demanda.

La economía liberal de mercado es el sistema económico del capitalismo, concepción de la sociedad y de la economía según la cual “en general la economía se compone de dos grupos, los que aportan el capital y los que contribuyen con el trabajo” y en la que los propietarios privados de capital ejercen un predominio social absoluto. Si la economía de planificación central conduce en el comunismo soviético a la esclavización y masificación del hombre, la economía liberal de mercado produjo la  división de la sociedad en dos clases antagónicas, capitalista y obrera, que “separan a los hombres en dos bandos, que persiguen intereses diversos y luchan finalmente uno enfrente de otro”

(Lo entrecomillado pertenece a la encíclica Quadragesimo anno de Pío XI)

EL DRAMA DE BIDEN REVELA UNA CLASE DIRIGENTE CON PODER, PERO SIN AUTORIDAD

Los mandarines de la clase dominante de ambos lados del Atlántico están socavando las instituciones del gobierno democrático liberal.

La extraña renuncia del presidente Joe Biden sumió a Estados Unidos en una crisis sin precedentes. Esto es lo que Biden y su partido, esos incondicionales defensores de la democracia contra la amenaza trumpiana, le han hecho al país, impulsados ​​por su arrogante autocomplacencia.

El debate del 27 de junio en Atlanta con Donald Trump destruyó la mentira que habían contado la Casa Blanca, los demócratas y sus lacayos en los medios de comunicación: que Joe Biden, envejecido y debilitado, era apto para el cargo. Las entrevistas en las cadenas de televisión posteriores al debate y los discursos de campaña, en el peor de los casos, reforzaron la narrativa declinista y, en el mejor de los casos, no lograron tranquilizar a nadie que no estuviera ya cegado por la ideología. Esa cifra incluye a los donantes, cuyo celo político idealista se ve atenuado por el duro hecho de que tienen que pagar por ello.

Las donaciones se acabaron. Cada vez más miembros demócratas del Congreso empezaron a decir que Joe debía irse. En los últimos días, los líderes demócratas jugaron un extraordinario juego de presión psicológica, filtrando a los medios de comunicación historias de que el presidente estaba a punto de retirarse de la contienda, lo que obligó a la Casa Blanca a emitir desmentidos. ¿Se trató de algún tipo de intento de golpe de Estado, un intento de manipular a Biden para que renunciara?

Y luego, el domingo por la tarde, llegó la carta de Biden en la que se retiraba de la contienda, pero no de la presidencia. Poco después se anunció que el presidente apoyaba plenamente la campaña de Kamala Harris. Uno habría pensado que un acontecimiento tan trascendental se habría anunciado en un discurso televisado a nivel nacional, ¿verdad? Eso es lo que hizo Lyndon Johnson en 1968. O al menos en una conferencia de prensa adecuada en la Casa Blanca. No hicieron nada de eso. La Casa Blanca, o quienquiera que la dirija ahora, anunció un cambio de guardia a través de Twitter.

Todo esto parece una versión sin alcohol de “House Of Cards”. ¿Cómo podemos confiar en que el presidente sabía lo que estaba firmando, o incluso en que lo firmó? ¿Cómo podemos estar seguros de que Biden sabía lo que estaba sucediendo? Después de todo, nadie cree que controle su cuenta de Twitter.

Casi todos los demócratas prominentes –con las notables excepciones de Barack Obama y ambos líderes demócratas del Congreso– se alinearon detrás de la campaña de Harris. Ayer, la exsecretaria de prensa de Biden, Jen Psaki, dijo en MSNBC que la nación será ahora testigo de un “proceso” diseñado por los jefes del Partido Demócrata para “hacer que el vicepresidente luzca fuerte y sea fuerte al final…”. En otras palabras, una coronación bien coreografiada. Todo muy demócrata, si no democrático.

Sin embargo, hasta el momento de escribir estas líneas, el lunes por la mañana, nadie había visto al presidente. Todo es muy soviético, ¿no?

Como dijo el domingo el candidato republicano a la vicepresidencia, JD Vance, si Joe Biden es demasiado débil y está confundido para postularse a un cargo político, ciertamente es demasiado débil y está demasiado confundido para gobernar el país. En 1968, nadie dudaba de la capacidad de Lyndon Johnson para hacer el trabajo. Johnson renunció porque sabía que, dada su impopularidad personal, perdería; además, estaba harto de lidiar con la guerra de Vietnam.

No es el caso de Biden. Todo el mundo sabe que Biden está más o menos senil. Por eso se ha retirado de la carrera, o tal vez lo han obligado a hacerlo contra su voluntad. Vance señaló que si Biden es incapaz de hacer su trabajo, existe una solución constitucional para eso: la destitución formal por parte del gabinete, en virtud de la Enmienda 25. Lo que está sucediendo ahora puede ser formalmente permisible, pero cualquiera que tenga ojos para ver debe cuestionar su legitimidad.

Obviamente, Vance tiene razón: nadie puede creer que Biden no esté física ni mentalmente apto para ser candidato, pero que sea perfectamente capaz de dirigir el barco del Estado en aguas traicioneras: la guerra en Ucrania, el ascenso de China, la posibilidad de que un choque entre Israel y Hezbolá conduzca a una guerra más amplia en Oriente Medio, etcétera. Es revelador que ninguno de los principales periódicos estadounidenses del lunes (todos ellos vociferantemente anti-Trump) se esté planteando estas preguntas obvias e importantes. Los medios simplemente están aliviados de que ahora pueda haber una oportunidad de detener a Trump.

Estados Unidos acaba de entrar en uno de los períodos más peligrosos de su existencia. Los enemigos de Estados Unidos saben ahora con certeza que su presidente está incapacitado funcionalmente. También deben saber que, si se convocara a Biden para que convocara a la nación a la guerra, pocos estadounidenses responderían al llamado.

¿Cómo pudieron? Desde aquella fatídica noche de junio en Atlanta, el pueblo estadounidense ha sido testigo de un drama extraordinario sobre la naturaleza del orgullo y el poder. Una de las lecciones aprendidas es que la Casa Blanca y sus lacayos mediáticos mintieron al pueblo estadounidense durante toda la presidencia de Biden sobre el estado mental y físico del presidente. Cualquier cosa con tal de detener a Trump, ¿no?

Esto no sucedió en el vacío. Todos sabemos cómo mintió el establishment sobre el Russiagate. Sabemos cómo engañaron a la nación sobre el Covid. Sabemos sobre la computadora portátil de Hunter Biden, que todos dijeron que era desinformación rusa, aunque eso era una mentira. Sabemos que fingieron estar del lado de la ciencia, mientras presionaban en privado para dejar de lado la ciencia para reformar los estándares médicos, con el fin de permitir la mutilación sexual, mediante productos químicos y cirugía, de niños pequeños. Conocemos su repugnante doble rasero sobre los disturbios de Black Lives Matter «en su mayoría pacíficos» y también sobre el 6 de enero. Sabemos que castigan con la cancelación a los conservadores a los que llaman intolerantes, mientras toleran la intolerancia abierta antisemita, antiasiática y antiblanca en los campus universitarios. La lista continúa.

¿Y ahora se supone que debemos creer que la defenestración de Joe Biden, quien la semana pasada protestaba furiosamente por su intención de permanecer en la contienda, fue legítima? Es absurdo. ¿Son estos los defensores de la democracia? Es una broma de mal gusto. Y si los aliados y enemigos extranjeros de Estados Unidos no lo saben, son tontos.

No creo que sean tontos, ni siquiera los mandarines de la UE, a pesar de lo que dicen en público. Está claro que Estados Unidos está ahora gobernado, no gobernado, gobernado por una élite que tiene poder, pero no autoridad. La coronación de Chicago será motivo de risa, y con razón, como una farsa, en el mejor de los casos. Recordemos la última vez que los demócratas estuvieron en Chicago: en 1968, después de la dimisión de LBJ. Los enfrentamientos callejeros entre la policía de Chicago y los manifestantes contra la guerra crearon una debacle histórica que humilló al partido y condujo a la elección, ese otoño, de Richard M. Nixon, el candidato de la ley y el orden.

Los antifa, los manifestantes pro palestinos y otros izquierdistas exaltados están al acecho. Perciben las oportunidades que presenta la desgracia de los demócratas y, sin duda, no las van a dejar pasar.

A veces se dice que Dios ama a los borrachos, a los tontos y a los Estados Unidos de América. Más vale que así sea. La nación más poderosa del mundo tiene una clase dirigente en la que cada vez menos estadounidenses creen. La “ciudad resplandeciente sobre una colina” es una aldea Potemkin. Si hubiera sido de otra manera, Donald Trump nunca habría sido elegido en 2016. Independientemente de lo que se piense de Trump, ha puesto de manifiesto las hipocresías, las debilidades y la falsedad egoísta de la clase dirigente, tanto demócrata como republicana.

Y ahora que los partidarios del régimen han saboteado al presidente demócrata al que protegían con una serie de mentiras, hasta que esas mentiras ya no funcionaron, su verdadera naturaleza ha quedado al descubierto. Los próximos meses estarán entre los más trascendentales en la historia de la política estadounidense. Los aliados europeos de Estados Unidos no deben permitir que los engañen sobre lo que realmente está sucediendo en Washington.

Mi mayor temor por mi país es que la corrupción y el interés propio del establishment (demócratas y republicanos) hayan llegado a un grado tan avanzado que una cantidad significativa de estadounidenses comunes ya no crean en la democracia liberal. Si es cierto que Biden, Harris y su camarilla gobernante en el gobierno, en el mundo académico y en los medios de comunicación representan la “democracia”, ¿qué persona sensata puede creer en la democracia?

Pensemos en los juicios de El Salvador, donde los partidos establecidos en esa democracia fracasaron patéticamente a la hora de garantizar la ley y el orden, el requisito más básico para el gobierno. Nayib Bukele, el presidente de ese país, que parece un César, es muy popular entre el pueblo salvadoreño porque solucionó el problema metiendo a todas las pandillas en la cárcel. Los chihuahuas de las ONG de derechos humanos ladran sin importancia, pero la caravana de Bukele sigue adelante, porque no solo tiene poder, sino autoridad: autoridad que proviene de haber ejercido ese poder para mejorar drásticamente las vidas de las masas.

¿Será esto lo que le espera a Estados Unidos? No es nada impensable. El Partido Demócrata y el establishment de Washington (entre cuyos miembros hay republicanos que apoyan el movimiento Never Trump) esperan que los estadounidenses crean que el futuro de la democracia estadounidense depende de una mujer de peso ligero de California, una idiota contratada por la diversidad y entusiasta de los disturbios de Black Lives Matter que fracasó notoriamente en la única tarea que le dio Biden: gestionar la crisis en la frontera sur de Estados Unidos. Los católicos conservadores estadounidenses enojados con el Partido Republicano de Trump por alejarse de la firme línea antiabortista del partido ahora deben enfrentar el hecho de que la probable candidata demócrata ha sido una fanática del derecho al aborto que ha estado dispuesta a pisotear las libertades de las instituciones católicas y cristianas, con el fin de imponer una línea dura a favor del aborto.

Esta es otra oportunidad para que los europeos reflexionen sobre el hecho de que Trump no surgió de la nada. Lo que Estados Unidos y el mundo están viendo ahora, con este sucio drama tras bambalinas del Partido Demócrata, es otro ejemplo más de por qué surgió Trump: porque el establishment fracasó y perdió su autoridad. Desde el comienzo de la presidencia de Trump, ese mismo establishment no se detuvo ante nada para defender su poder de Trump. La larga y lamentable epifanía que comenzó el 27 de junio en Atlanta y que ahora se acerca a su vergonzoso final, nos muestra a todos hasta dónde están dispuestos a llegar para “proteger la democracia”, es decir, los privilegios de la clase dominante.

Lo que está sucediendo en Estados Unidos ahora también está sucediendo, en cierto sentido, en Europa. El establishment de Bruselas y sus aliados en las capitales nacionales, y sin duda en los medios de comunicación, se posicionan como defensores de la democracia contra supuestos tiranos como Viktor Orbán, Marine Le Pen, Giorgia Meloni y otros líderes de la derecha. En Alemania, los defensores de la democracia tomaron la semana pasada la extraordinaria decisión de cerrar Compact , una revista de ideas que apoyaba a Alternativa para Alemania, el segundo partido político más importante del país.

Lo que están haciendo estos mandarines de la clase dirigente a ambos lados del Atlántico es socavar las instituciones de la gobernanza democrática liberal. Los verdaderos enemigos de la democracia son aquellos que se han proclamado sus salvadores. Esto no acabará bien. https://europeanconservative.com/articles/commentary/biden-drama-reveals-ruling-class-with-power-but-no-authority/

Rod Dreher es un periodista estadounidense que escribe sobre política, cultura, religión y asuntos exteriores. Es autor de varios libros, entre ellos los best-sellers del New York Times The Benedict Option (2017) y Live Not By Lies (2020), ambos traducidos a más de diez idiomas. Es director del Proyecto de Redes del Instituto del Danubio en Budapest, donde vive.