TRUMP Y LA PARADOJA DEL REEMPLAZO DE LA ÉLITE

Trump busca crear una nueva élite intelectual, moral y empresarial para liderar unos Estados Unidos fuertes.

Juan Ángel Soto— 9 de noviembre de 2024

Trump ha vuelto. Naturalmente, su victoria está siendo analizada por expertos acreditados y comentaristas profesionales en relación con los detalles de su política económica, migratoria y exterior. Mientras tanto, sus críticos acérrimos están haciendo sonar las siete trompetas del Apocalipsis, aunque convencen a mucha menos gente que cuando proclamaron el fin de la república tras su victoria de 2016. Por el contrario, se ha prestado menos atención al marco filosófico de una figura que ya no puede considerarse una anomalía política, sino tal vez la norma o el modelo que seguirá la política occidental en las próximas décadas. Por esta razón, deberíamos examinar de cerca las características del movimiento político que lidera Trump.

Tras su derrota en 2020 y, en gran medida, también durante esta campaña electoral, muchos, tanto partidarios como opositores, vieron a Trump como una rareza política. Sin embargo, ahora nadie puede discutirlo. El resurgimiento de Trump ha establecido al movimiento nacional-populista como una fuerza que moldeará a Estados Unidos a su propia imagen. Esta influencia será particularmente pronunciada hasta 2026, fecha de las elecciones intermedias, cuando la Cámara de Representantes, el Senado y la Corte Suprema ahora estén coloreados de rojo.

El huracán republicano que arrasó el país el 5 de noviembre puede atribuirse a una multitud de factores, algunos más importantes que otros. Uno de esos elementos es la retórica populista. Sin embargo, el fenómeno político del movimiento MAGA y America First de Trump es mucho más profundo de lo que su retórica podría sugerir inicialmente. De hecho, su populismo no es exclusivo de Trump, ya que cada vez más partidos (incluso Harris en esta campaña presidencial) han tratado de adoptarlo en diversos grados en un número cada vez mayor de países. Este estilo populista de hacer política se está extendiendo simplemente porque funciona. Entender por qué requeriría un análisis prolongado que examinara no solo la oferta (los partidos) sino también la demanda política (representada por nosotros, los votantes).

Otro factor que ha contribuido a la victoria de Trump son las propuestas políticas que subyacen a su estilo político populista. Políticas que, en otras circunstancias, podrían considerarse en su mayoría pura y simple «sentido común». Por ejemplo, su retórica sobre la necesidad de recuperar los empleos de la industria manufacturera y la industria en suelo estadounidense resuena con un instinto proteccionista de raíz nacional que no es esencialmente de izquierda ni de derecha. Además, su impulso para proteger las fronteras, reducir los impuestos y simplificar la regulación o el tamaño de un estado agobiado por billones de deuda atrae a una gran franja de ciudadanos que sienten que Washington está desconectado de las verdaderas preocupaciones de la gente común. El apoyo a que los padres tengan un papel más importante en las decisiones que afectan a sus hijos, ya sean educativas, religiosas o sexuales, refleja un amplio apoyo público porque encapsula, en aparente simplicidad, lo que muchos desean en política, sin necesidad de alinearse con un partido político específico.

Sin embargo, quizá el factor más notable del regreso de Trump es el papel de las élites y su decadencia. Al igual que en 2016, el fenómeno político liderado por Trump pone de relieve cómo se han desdibujado categorías tradicionales como “demócrata” y “republicano” o “izquierda” y “derecha”, como lo demuestra la alianza de Trump con destacados exdemócratas como Robert Kennedy Jr. y Tulsi Gabbard. Estas categorías han sido trascendidas por clases privilegiadas que viven desligadas de la ciudadanía, mientras esta observa con preocupación cómo estas clases prosperan a través de una relación que ya no es simbiótica sino parasitaria. Estas élites viven del pueblo, no con él; prosperan a expensas de los intereses nacionales y gobiernan contra el pueblo, en lugar de representarlo. Por élites, nos referimos a una clase dirigente que domina las instituciones políticas, económicas y educativas. Lo singular de nuestras propias élites es que han traicionado su papel en la sociedad. Han perdido su auctoritas y ahora Trump pretende desmantelar su potestas .

Este fenómeno se observa tanto en Europa como en Estados Unidos, donde la izquierda política abandonó hace mucho tiempo a la clase trabajadora. El senador demócrata Bernie Sanders ha subrayado recientemente esta traición en su crítica a la campaña de Harris y al estado actual de su partido. Durante muchas décadas, la izquierda desplazó la dialéctica marxista de los capitalistas y los trabajadores a otros grupos sociales que instrumentalizó, convirtiéndolos en colectivos. Una forma resentida de política de identidades es la fruta podrida. Sin embargo, la cuestión no fue tanto el abandono de la clase trabajadora por parte de la izquierda (ahora aprovechada inteligentemente por la «Nueva Derecha»), sino más bien el comportamiento de las élites que traicionaron al mismo sistema que las elevó. Lejos de ser un fenómeno reciente, la conspiración de las élites contra el pueblo fue documentada por Christopher Lasch en su influyente obra, La rebelión de las élites y la traición de la democracia (1995).

En su obra póstuma, Lasch fue verdaderamente profético al sostener que “las élites han abandonado sus responsabilidades cívicas y, al hacerlo, han convertido la democracia en una mera fachada”, socavando así el concepto mismo de democracia. Lasch también señaló con precisión el desprecio con el que las élites veían a la clase trabajadora, “como si sus opiniones y valores fueran meramente un obstáculo para el progreso”. También habló de la desconexión entre las élites y sus raíces, sintiéndose parte de una comunidad global en lugar de nacional. Según Lasch, “las nuevas élites han perdido el sentido de responsabilidad hacia la sociedad y las comunidades locales que las criaron”. También advirtió sobre los peligros de la creciente desigualdad, ahora no solo económica sino también en derechos y libertades, que la política de identidades pretende abordar, y afirmó que la democracia no sobreviviría si esta tendencia continuaba.

El filósofo y escritor francés Julien Benda también fue profético, al publicar La traición de los intelectuales (La traición de los clérigos) en 1927. Para Benda, los intelectuales o el “clero” están destinados a servir como promulgadores de la brújula moral de la sociedad, fijando el rumbo de la objetividad y el sentido común. Sin embargo, en su propia época, creía que habían “traicionado moralmente a la sociedad, convirtiéndose en promotores de pasiones políticas y divisiones nacionales”. Hoy, la crítica de Benda se aplicaría especialmente al espacio educativo, donde tanto en los EE. UU. como en Europa, quienes deberían actuar como faros de racionalidad sucumben a intereses partidistas y económicos. Lo mismo podría decirse, de manera más amplia, de los medios de comunicación masivos e instituciones como el poder judicial, como se vio en la guerra legal contra Trump, gran parte de la cual, ahora que ha ganado, ha sido archivada.

La victoria de Trump, que puede marcar el inicio de una purga largamente esperada de nuestra élite corrupta, refleja también una crisis más profunda de la democracia estadounidense que, mutatis mutandis, es compartida en Europa. Contrariamente a lo que propugna el movimiento nacional-populista, las sociedades necesitan élites tanto como voces autorizadas. Ni las élites ni las autoridades son intrínsecamente malas; son cruciales para estructurar las sociedades, y cuando se deterioran, conducen a la anarquía y la desilusión. La gestión de la pandemia y las vacunas posteriores fueron estudios de caso recientes de rápido deterioro institucional. Luego, como sucedió con el manejo de la reciente tormenta e inundaciones en España y sus trágicas consecuencias, el resultado ha sido una desconfianza generalizada en las instituciones estatales y los medios de comunicación, lo que obliga a los ciudadanos a informarse y educarse para llegar a sus propias conclusiones y tomar sus propias decisiones. La responsabilidad individual es un signo de una civilización floreciente; sin embargo, también lo es la presencia de autoridades en ciertos campos, dado que no todos podemos ser expertos en todos los aspectos relevantes de la vida, y que soportar este peso impone un abrumador deber de vigilancia a la gente común. Trump lo entiende, y por eso lo que representa no es un ataque a la autoridad ni su disolución, sino su restauración.

De la misma manera, el objetivo de Trump no es erradicar a las élites, sino eliminar a quienes, en palabras de Lasch, se han rebelado contra los valores de la república. Su nueva administración busca ungir una nueva élite que, en lugar de traicionar al pueblo, recupere el papel de guía responsable que tanto Lasch como Benda consideraban esencial para la estabilidad social. Esta es la verdadera batalla de nuestro tiempo: determinar quién merece la auctoritas en las polis, quién merece la responsabilidad del liderazgo. Por lo tanto, lo que está sobre la mesa actualmente en la política estadounidense es un fenómeno de reemplazo de las élites, no de su desaparición.

Trump, al igual que Lasch y Benda (o, en este caso, J. D. Vance) busca crear una nueva élite intelectual, moral y empresarial que guíe a unos Estados Unidos fuertes, orgullosos de su pasado, comprometidos con el presente y esperanzados en el futuro. Por esta razón, muchas personas, cansadas de la decadencia del establishment y de la toma de control de la vida corporativa y política por parte de la conciencia política, se han unido a Trump, entre ellas Elon Musk. Incluso otros que en su día abrazaron los dogmas seculares actuales se han alejado de ellos. Dos ejemplos notables son Jeff Bezos y Mark Zuckerberg, que han mostrado una creciente simpatía por el presidente electo. En 2016, algo así habría sido impensable.

El fenómeno Trump también sirve como advertencia para el futuro: sin una renovación del compromiso ético de las élites y sin que éstas reconozcan y protejan las necesidades y aspiraciones de todos, la polarización y el resentimiento no harán más que enconarse. Dicho esto, también hay una advertencia que Trump y quienes, como él, utilizan y capitalizan la eficacia del discurso populista deberían tener en cuenta: el populismo no es inocuo, ya que su precio también es la fragmentación social. Aunque el discurso en sí no es violento –contrariamente a lo que se afirma sobre el “discurso violento”–, sí afecta a la vida real.

Y esto, de hecho, convierte a la política estadounidense en una anomalía, ya que sólo en Estados Unidos el partidismo equivale al sectarismo. Se trata de una receta peligrosa en manos de todos los partidos, que complica el proceso cívico de definir un proyecto nacional común, un bien común tan desesperadamente necesario en Occidente.

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